viernes, 11 de enero de 2013

Diario de un seductor


Cuando algún viajero extraviado pregunta por el camino a seguir, es muy reprobable indicarle un rumbo falso y luego dejarle marchar solo, pero carece de importancia si se compara con el daño que se hace a alguien cuando se le impulsa a perderse por las rutas de su alma. Al viajero extraviado le queda al menos el consuelo del paisaje que le rodea, siempre variado, y la esperanza de que a cada recodo alcance el buen camino; pero quien se desorienta en su Yo intimo, queda recluido en un espacio muy angosto y en seguida vuelve a encontrarse en el punto en el que partió  y va recorriendo sin solución de continuidad un laberinto del que comprende que no podrá salir.
El castigo para el es puramente estético  un despertar resulta demasiado ético  tan solo la conciencia se le expresa como una inquietud, y ni siquiera puede decirse que le acuse con toda propiedad, si no que le mantiene despierto y, al inquietarle, le priva de todo reposo. No puede admitirse que sea un demente, la diversidad de sus pensamientos no esta fosilizada en la eternidad de la locura.
Ella, ciertamente, le perdona de corazón, pero carece de paz, pues la duda renace en su alma, fue ella quien rompió el compromiso, con lo que provoco su propia desdicha, ya que su orgullo necesitaba algo insólito.
Luego viene el arrepentimiento, pero ni siquiera en esto encuentra la paz, pues en ese instante precisamente, otra voz en su conciencia le dice que ella no ha tenido culpa alguna, que fue el mismo quien le puso con gran astucia ese propósito en el alma.
De este modo nace el odio y su corazón aligera en maldecir, pero no recobra la paz, ya que la conciencia le dirige nuevos reproches; se increpa a si misma por odiarle y se censura por haber sido culpable, incluso engañada.
El cometió una falta grave, pero peor fue el modo en que ella no puede prestarle oído a ninguna voz por mucho tiempo y, sin embargo, si puede escuchar mas y mas reclamos.
Ella olvida pecado y culpa para evocar solo momentos de felicidad, dejándose embriagar por una exaltación que nada tiene de particular.
Desde mi infancia ame la música, el era un maravilloso instrumento, siempre templado, rico en tonos, poseía fuerza y delicadeza en el sentir, ningún pensamiento le resultaba demasiado grande, ninguno excesivamente audaz o arriesgado, sabia rugir con la misma fuerza que una tormenta de otoño pero también susurrar imperceptiblemente.
Ni una sola de mis palabras le resultaba algo vacío  sin efecto, pero no soy capaz de decir si le falto efecto a mis palabras, pues jamas pude prever cual seria.
Con una sensación de temor inefable, colmada de inmensa beatitud, yo escuchaba la música evocada, que, sin embargo, no había evocado yo; aquella música llena de armonía con la que cada vez sabia arrastrarme.

Soren Kierkegaard

Perdón por las tildes, tengo el teclado un poco encabronado.

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