miércoles, 14 de noviembre de 2012

escritura automática

-¡Ahógate! ¡Ahógate! le gritaban. Dalila apagó las luces para dejarlas marchar, acarició el mar hasta quedarse dormida y cuando despertó aún no habían vuelto, el mar no estaba.
Tomó un café y el cigarrillo del tiempo eterno, mostró sus respetos hacia éste y bajó a saltos la escalera del bloque.
El reloj de la estación señalaba 3 minutos para el próximo tren, tan sólo recordaba que el mundo estaba dominado por él, y sus uñas y hasta la fecha de su cumpleaños, trataba de ignorarlo a toda costa, pero la aguja era incesante.
Cuando salió del agujero se secó la cara de promesas y miró de frente a la porquería y relucía como oro entre jirones de esperanza, y entonces le cogió ese descuento y lo tiró al contenedor.
Abrió la puerta y con ella abrió su consuelo, un cielo morado de escasas palabras, de pocos minutos. Y a cada certeza que pasaba por delante le hacía un guiño y se despedía de ella para no verse más, éstas vestían de ballet y sonaban Brahms hasta que la música se desvanecía y rápido desaparecían dejando un rastro de la única luz que le daba la vida a Dalila, pero algunas veces ella era más rápida y justo en el momento antes de desaparecer, las cogía con un cordel de seda y las mantenía junto a ella hasta que su delicadeza se hacía fuerte, tan fuerte que a veces se hacían a la forma del amor, el resto de ellas se convertía en palabras, y por eso era capaz de hablar.

Un día en la oscuridad vio pasar una luz de derecha a izquierda como rajando el momento que la dividiría en dos, miró a los ojos a su destino, pero él no vio nada y ahí empezó todo.
Ahora las noches se colmaban de mares helados, y sólo escuchaba ¡Ahógate! ¡Ahógate! ¡Ahógate!...









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